«Sí, soy puta ¿Y qué?»

Por Telma Romero

A cara lavada y después de un salto olímpico entre charcos que dejó la lluvia de la mañana, Milagros aterriza intacta del otro lado de la vereda. Siempre sale apurada de su casa para buscar a sus hijos del jardín. No soporta ser impuntual. Mientras se acomoda el reloj pulsera para chequear la hora por segunda vez y ajustar el nudo del pañuelo pro-vida que lleva en la muñeca, una vecina le grita alzando un libro:

-¡Milagros, Milagros, llegó!

-¡A la vuelta te lo pago, Estela!, devolvió el grito a la única vecina que la llama por su nombre.

“El patito feo de la familia tiene nombre de puta”, repetía a carcajadas, mientras llegaba puntual a la puerta del infante. Es que así bromeaban sus hermanos desde que era chiquita. Como si llamarse de una u otra manera predestinara que ahora ejerza la prostitución.

Las mamás del jardín no la miran. El gesto de no importarle demasiado es parte del ritual con el que convive a diario. Sabe que inquieta a las personas porque permite visibilizar que vende su cuerpo por dinero, pero no la avergüenza. “Aunque hago lo que hago, creo en Dios”, asiente. Y como una manera de justificarse, explica que por eso está en contra de la despenalización del aborto.

Hace dos años se separó del padre de sus hijos y se mudó de Berazategui a Quilmes. La diferencia de diez minutos de tren entre barrios la hizo olvidar de su ex marido golpeador. No quiere irse del sur del conurbano de Buenos Aires, donde nació hace 25 años y viven sus familiares. No siente que tenga que huir, pero entiende la incomodidad que les causa.

“El patito feo que elige ser prostituta”. Es hija de padres diseñadores de carteras, hermana de un contador, de un bancario y de un empleado del correo. “Mi mamá sabe que me cuido. No tomo, no fumo, no me drogo. Soy prostituta con mis cinco sentidos”, afirma.

En su curriculum, el secundario incompleto frenó varias posibilidades de trabajo. Una amiga le mostró que vendiendo videos y fotos hot por internet ganaría mucha plata en poco tiempo. La ecuación despertó la curiosidad de Milagros. Podría ofrecer sus servicios sexuales desde su casa y le quedaría tiempo para criar a sus hijos. Además, podría pagarse las clases de actuación y canto con las que sueña dedicarse en el futuro. “Si a este laburo no le ponés un condimento teatral, te come el cerebro”, asegura, mientras abre la puerta del cuarto del amor

En un armario, los estantes apilan lencería que forman un arco iris de colores. Pero el celeste está reservado para todo el merchandising de la campaña contra la despenalización del aborto que descolgó de su habitación. “Un cliente me decía que lo desmotivaba. Después nos enamoramos ¡Sí, resultó ser un maldito amor!”, lamenta. 

Un día, el príncipe azul llegó. Bello, joven, universitario. Con nombre de abogado. Dinero para comprar su pack de servicios por Instagram y elegancia para invitarla a su departamento en Puerto Madero, pero tenía una faceta que a Milagros no le gustaba. “¡Es un estafador, un carancho. Miente y engaña a la gente para cobrar seguros!”, cuenta enrojecida de bronca. 

Seis encuentros bastaron para que se enamoraran, y muchas discusiones para que no se vuelvan a ver. Él era verde, ella celeste. Él muy machista, ella muy feminista. Él quería salvarla de la prostitución, ella de la estafa.

Hace tres meses, la ilusión de la película “Pretty Woman” los separó. Su hombre de derecho tenía la fantasía de que ella sólo lo hacía con él, que estaba allí por error y no por libre elección. Milagros lo puteó como el barrio le enseñó, y lo dejó ir. «Yo no le rompo la pierna a nadie, ni estafo para sobrevivir», pensó. Una opción más tentadora a morirse de hambre -o peor, de olvido- es seguir refugiada en la prostitución.